Papel en blanco

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Hablemos de miedo.


El pánico a las alturas. Ese que se siente cuando estás a punto de tirarte al vacío, a un precipicio. Justo antes de tomar una decisión. El que aparece cuando existen los dependes. Depender de, el peor de todos. De personas, de esas bipolares. De esas que necesitan mimos. Miedo de no dárselos. Miedo de darles demasiado. Miedo de dejar atrás, de olvidar, de que te aparten de su camino, del rechazo en sus rostros. Miedo a la propia incertidumbre, a la aventura. Ojalá nos reencontremos, y no volvamos a sentirlo hasta que uno de los tres desaparezca por esa puerta. Lástima, él se quedará con nosotros, en nuestras sombras. En todas nuestras noches. Y brotará de nuestras mentes, inesperadamente, haciéndonos sentir verdadero pavor. Te atormentará hasta que lo superes. Ese miedo al agua, por no saber nadar. Perderte en un mundo, en el que no te enseñaron a vivir. Miedo a los cambios. A decepcionar. A irte sin regresar jamás. A sentir. Sentir el agua en cada poro de tu piel. Sentir que la vida te lleva a los pequeños placeres. Sentir que te traicionarán. Ese miedo que nunca se irá. Hay que tener cuidado, y alejarse de las necesidades. Aún más cuando estas necesidades se conviertan en nombres de personas. Y miedo, de caer en los vicios. Miedo. Palabra de dos sílabas. Cinco letras. Tres vocales. Dos consonantes. Un sustantivo más. Una palabra difícil de definir. Demasiado fácil de sentir. Miedo a ser mordido. Miedo de depender, de depender de palabras. De ojos. De brazos. De piel. De pies que hacen camino al andar.

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