Papel en blanco

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Hablemos del fuego.

Aquellas palabras sólo mostraron el comienzo de un final escabroso. La neblina anunciaba tiempos de desorientación. Una burbuja que nunca explotaría, pero nos equivocábamos y no sabíamos cuánto. El vapor de agua llegaba a nuestros labios, y fingíamos no darnos cuenta. El chirrido de la puerta al cerrarse, era como una dulce melodía. Los días de tormenta y lluvia seguían sin desaparecer. Había alguna que otra sonrisa bonita de noche, pero nunca era suficiente. Nunca nada era suficiente. Siempre ese inconformismo, él nos arrastró a la locura. ¿Lo crees de veras? Acaso, ¿no fueron las palabras? Esas que se perdieron de un día para otro, de un mes a otro. Palabras que quisieron estallar a través de gritos en el vacío, y se ahogaron en un mar de lágrimas  provocadas por palabras que derivaban del aire. Miradas sin nada que decir, como aquellos primeros inexistentes lazos, que tiempo después llegamos a entrelazar, unir, juntar, y a los que nos aferramos con fuerza, e insistencia. Y todo estaba destinado al suicidio. Minuto a minuto fuimos conscientes de que era una pequeña carga en un hilo demasiado fino. Llegó al nivel en el que nadie quiere hacerse responsable, no fuimos capaces de cortarlo, de renovarlo, de usar otro diferente. Enredados en un mismo pasado. Irritable. Sin ser capaces de reaccionar, seguimos jugando con la misma cuerda, que se rompería en breves. La perdición apareció un día de madrugada. Y le gustamos, siguió visitándonos. Aún aparece de visita como un fantasma que nos recuerda que tengamos cuidado con el fuego. Como las mamás decían, no juegues con fuego, que te puedes quemar. En una noche combinamos en un mismo vaso la tentación, con este fantasma, la perdición. El deber era regresar, y nunca lo hicimos. El vaso nos salpicó. El hilo se desgastó. Y el fuego nos quemaba. Ardíamos entre las sábanas, y encontramos nuestra tumba.
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