Papel en blanco

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Amaneceres a las 6am.

Se desnudaba. Cada rayo de sol cubría su reluciente cabello haciéndolo brillar más aún. Y sus huellas se borraban con el paso de la marea. Atónitos, ni tan siquiera podían parpadear ante su presencia. Perplejos, esperaban la sucesión de sus movimientos, su figura se disipaba, la querían arrestar, traerla consigo, mas eran incapaces. Ella, era ahora quien controlaba esos escondrijos bajo cada poro de su piel. Ella y su piel. Ambas se mostraban impasibles. Placeres carnales que apenas alteraban sus latidos. Creía controlar parte de sus emociones, creía verse tan impasible, tan omnipotente, que olvidó ser fría e insensible. Piel que sentía cada latido, que rozaba el cúlmen de lo deseado, que acariciaba desde la lejanía corazones rotos. Y les regalaba la vida. Ella seguía de paso, sin encontrarse, sin buscarse, y mantenía la templanza en esas aguas oscuras que le quitaban la vida poco a poco, para después, ir dando parte de la suya propia. Mientras la brisa del viento acariciaba su espalda, se preguntaba si alguien sería capaz de pedirle un pedacito de ese rinconcito del que nunca había podido desprenderse. ¿Sería alguien capaz? Si nadie se atrevía a acercarse a escuchar siquiera. Si su presencia era tal que imponía a trescientos metros. O más. Y nadie le diría nada aproximándose, tan sólo se quedaría en un rumor, que se convertiría en el eco más profundo que al desgastarse, llegaría a liberar la voz. Se liberaría su voz, su piel, y ella sólo tendría que rendirse cuentas a sí misma, que después de todo, es lo que verdaderamente quedaría. Su piel sin protección. Sin ataduras. Sin correas. Sin armaduras. Sin rejas. Sin cuerdas. Ella en su más plena esencia.
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