Papel en blanco

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Hablemos de escondernos.

Ese ansia de huir cuando está nublado. La ambición de los anónimos por seguir siendo sombras. Esas sombras que nunca relucen, que destellan. Y son pisadas las que uno divisa cada mañana, de aquellas personas que se cruzan, que se miran, que intercambian olores y palabras de cortesía. La vereda que atravesamos a diario, sabiendo uno qué le espera, sabiéndose a sí mismo. Y perdiéndose. Como aquellas personas inteligentes que dieron un vuelco a su corazón, sintieron más de tres veces y no se dieron por vencidas. Tornaron su rumbo hacia nuevos horizontes sin playas, sin azoteas, sin tejados en los que cubrirse de estrellas una noche. Porque en el centro, hay demasiada polución, olas azules que asfixian, pero nada importa cuando tres escondites se convirtieron en uno mismo. Una guarida para tres, conversaciones a tres. Comidas que se alargaban por no separarse, aunque en ello consista la vida. Comidas improvisadas que saben mejor en compañía, sin escondites. Mensajes ocultos entre cada sílaba, entre animales, y entre paredes que se enredan y a pesar de que sean de papel, mantienen el calor de los abrazos que algunas noches se necesita. Acciones espontáneas que unen más que separan, porque no somos de números y no necesitamos ocultar nuestra cifra, quizás sea 75. Quién sabe. Ocultarnos en las calles más grandes de Madrid, y desconcertarnos. Buscar un nuevo destino, internacional. Cruzar el charco, y aun así, mantener la esperanza de que al volver, habrá una guarida de tres cerca de los garitos más oscuros, en los cuales extraviarse hasta el amanecer, hasta que el Tribunal diga basta, ya es hora de volver a casa. A casa de tres, y sólo esconderse en una tela de araña en días soleados.

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