Papel en blanco

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La calle de las farolas apagadas.

Frío, sólo era consciente de que sentía frío, mucho frío.
Deambulaba por la estrecha acera que se presentaba como un largo camino sin final, una línea incapaz de acabar.
La calle estaba totalmente solitaria, iba avanzando poco a poco, aun así sentía algo más, una presencia que me vigilaba, o por lo menos eso creía. Más de una vez me desviaba sin darme cuenta y me aproximaba en exceso a las señales que estaban esparcidas por la calle. No las veía hasta que estaban justo encima y me topaba con ellas, decidí ir despacio.
De repente, notaba cómo mis fuerzas flaqueaban, la forma en la que mis primeros pasos se me quedaban lejanos, inútiles, no conseguía llegar al final, no encontraba salida.
La sensación de que algo, alguien me perseguía, seguía conmigo, agobiándome cada vez más a cada paso que avanzaba. Parecía que en el silencio se escuchaba un eco. Un eco que retumbaba en mi cabeza y sonaba tan atronador que llegaba a aterrar.
Todo sonaba a navajazos, tiros, explosiones… que provocaban un terrible dolor de cabeza. Apabullante.
Percibía que esa presencia persistía. Ahora presentía todo ese ruido en el eco del silencio. Notaba la manera en que a cada pisada se clavaban esas puñaladas en mi espalda. Una tras otra, sin excepción. Y nada era capaz de frenarlo. El dolor era mínimo, llegaba hasta tal punto que la costumbre de soportarlo hacía que desapareciera.
Volvió el frío… y con él el invierno más estruendoso de todos. Casi inconsciente… ¿Por qué sigo aquí?
Sólo quiero volver a casa, donde el sol nunca se marcha, donde las calles están siempre iluminadas, aquel cálido lugar que no se presenta como una calle agobiante sin salida.
Quiero deshacerme de esa sensación de un latigazo tras otro. Llévame de vuelta a casa, por favor.
O mejor, despiértame de esta pesadilla.

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