Papel en blanco

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Flechas que persiguen nubes esponjosas.

Desperté y llovía.
Llovía con suavidad, parecía que una capa de pureza rodeaba este dichoso barrio. La calle estaba desierta, en pijama me dispuse a dar un paseo, descalza.
Caminaba despacio, con intención de capturarlo todo: imágenes, momentos, sensaciones... El césped bajo mis pies me recordaba que seguía viva, esa escarcha indicaba que tan sólo estaba amaneciendo y que la noche se retrasaría.
Conforme iba pasando por la avenida me fijaba en esas casas apagadas, aún era demasiado temprano, e imaginaba quiénes podrían ocuparla, familias con niños pequeños llenos de ilusiones, como las que yo deseaba tener o ya tenía.
La pesadez de mi mente me abrumaba, y decidí pararla durante unos minutos que estuvieron llenos de sensaciones.
Simplemente sentía. Sentía que ese agua que resbalaba por mi cuerpo me mojaba, empezando por mi pelo desastroso que se iba despeinando aún más, como después de una noche de locura. La lluvia que caía por mi cara, que me hacía más difícil la tarea de saber por dónde andaba, era como si acariciara mis mejillas, y brotaran suaves besos de esquimal.
Mis brazos, que habían necesitado de otros para sentirse seguros, ahora rodeados por esa capa recordaban que tan sólo la brisa del viento podía arroparlos y la lluvia recordarles que esos recovecos vacíos estarían llenos de dulzura, y ternura, de nuevo, quizás pronto.
El sol no estaba dispuesto a aparecer esa mañana, las dudas se iban desvaneciendo a medida que el agua calaba cada vez más la ropa que llevaba, llegando así a mi piel que percibía el roce de las gotas de agua como si la acariciaran unos dedos con delicadeza. A la vez, mi cuerpo empapado experimentaba que estaba envuelto en un halo de calidez,que podía quedarse allí para siempre con la sensación de ser palpado, arañado, estrujado, mimado. Durante mucho más que una mañana, entre besos de cristal y fuego.

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